«¡Chucho, cabronazo!», oigo gritar a un terrícola humano que marcha en un vehículo autopropulsado. Nada más salir de mi nave espacial, camuflada en la cantera de Monte Hano, tuve la precaución de introducirme en el cuerpo de un terrícola cánido, primer ser de aquel planeta que pasaba por mi lado.
No entiendo por qué ha vociferado ese primitivo; quizás le haya molestado mi parada en mitad de la carretera para contemplar la imagen de ese cartel con un fiero terrícola rojo que quiere coger una manzana. Mejor será que me aparte y vaya hacia el caserío, no sea que termine laminado en este arcaico asfalto.
¿Qué pone en el mural? Lo entiendo perfectamente, gracias a mis clases de “terrícola humano-lambrosiano” a distancia, porque yo vengo del planeta Lambros, en la quinta galaxia, allá según se tuerce a la derecha de la Polar. No tengo más remedio que recordar a cada rato mi origen, para no disolverme en los seres en que me introduzco.
Sí, lo entiendo perfectamente; dice: «Undécimo Día de la Sidra» y añade la fecha terrestre de hoy. El pueblo es Escalante, ¡bien!, ¡he acertado!, a 43 grados 26 minutos de latitud Norte y 3 grados 30 minutos de longitud Oeste.
Aquí perdimos hacia 1974, fecha terrestre, a nuestro buen amigo Salank, cuando dos obreros que marchaban a la fábrica a primera hora de la mañana nos descubrieron y acosaron. Ahora todos saben que somos altos, desprendemos luz lechosa y no posamos los pies en el suelo al caminar, por eso he de introducirme en los cuerpos de otros, aunque es proceso doloroso en extremo.
Tendré que aguantarme y sufrir estas metamorfosis; todo sea por salvar a mi compañero y por la cuenta que me trae tener éxito en la misión pues, caso contrario, seré desatomizado por orden del Consejo Galáctico. He de estar de vuelta en la cantera con el compatriota antes de las quince horas del día de hoy. ¡Debo darme prisa, y mucha!
Por allá, en el pueblo, se escucha algarabía y música; será la fiesta que se anuncia. Marcho en esa dirección aunque, no sé por qué, no consigo sacar el rabo de entre las piernas traseras. Desde el bocinazo del energúmeno de la carretera este animal está muerto de miedo.
2
Tras callejear un tanto y evitar una avalancha de piedras que un grupo de humanos pequeñitos me ha lanzado, llego a lo que, según mi ordenador central, es la plaza del pueblo. No veo nada, todo son piernas. Mucho ruido y una música insoportable, como maullido cósmico, que dicen es de gaita. Un mar de humanos habla y grita.
Debo extremar las precauciones para no ser pisado. Por mucho que lo intento no puedo levantar el rabo. Noto que los intestinos del animal se contraen; a él le gustaría huir de allí, pero yo debo cumplir mi misión.
El olor a grasa lo invade todo. Lo analizo, son choricillos a la sidra. Las glándulas salivares del perrito se desbocan, esto parece un grifo abierto. Encuentra un trozo y no puedo evitar que lo agarre con sus colmillos. Es repugnante, pero a él parece gustarle pues lo tritura de un bocado.
Se escucha de fondo la voz cascada de un humano, más potente que las otras, gracias a la megafonía, sistema primitivo de emisión amplificada. «¡Pedazo de fiesta esta de la Sidra!», dice y añade: «De Santoña las anchoas, el buen turrón de Alicante…» No me da tiempo a escuchar más, ni a analizar el contenido de tan extraña cantilena, porque un ser furibundo se acerca a mí.
Es rojo, congestionado, con ojos de azul intenso y el rostro empapado de sudor. «¡Vete por ahí, chucho asqueroso!», grita y me lanza un viaje con una pierna poderosa, contundente, recia. «¡Deja en paz al pobre animal, honbre, que no te ha hecho nada!», dijo una voz suave. «¡Sí, hija, sí! ¡Es lo que nos faltaba, que vengan los perros a comerse el chorizo!», contesta el hombretón sudoroso que se aplica a la labor extenuante de entregar una especie de recipiente de cristal a cambio de cuatro circunferencias chicas de latón. El instinto de conservación del perro hace que huyamos de allí y nos internamos en el fregao.
Son miles las parejas de piernas en aquel maremágnum. Y lo peor las rociadas de ese líquido afrutado que las gentes echan al suelo. Varios me han dado ya. «¿Por qué tiras parte de la sidra, Edurne?», escucho que pregunta alguien. «Porque, según dicen los asturianos, devolvemos a la tierra parte de lo que ella nos da». Y esa parte cae de lleno en los morros del perrito que ocupo, y él se relame. No está nada mal el líquido o, al menos, eso es lo que piensa el chucho, como le llaman los humanos.
Se abalanza sobre un charco de sidra y lo bebe con fruición. En realidad está o estoy, que ya empiezo a confundirme con mi identidad, sediento. De inmediato noto cómo mis sentidos se atontan, el olor penetrante de aquella humanidad se desvanece, mi deambular se hace vacilante, no veo bien. «¡Mira qué simpático, Nekane, un chucho borracho!», oigo decir a mi lado. Me hacen corro, escucho risas. Por primera vez en mi cósmica existencia milenaria siento miedo; vuelvo a meter el rabo entre las piernas y me introduzco bajo un mostrador negro.
Entre tanto, mi ordenador central no ha dejado de procesar datos. Aquello es una fiesta de sidra, en la que los humanos compran un vaso grabado y se colocan tras un mostrador con derecho a beber todo el líquido que puedan. A la otra parte están los escanciadores, miembros de la organización que echan el fermentado en el cristal, aunque una parte también al suelo. El perrito beodo, ya en el lado de los expendedores, se transfigura por la alegría al ver tanto chorro del agradable zumo a un palmo de su hocico.
Juzgo necesario abandonar mi escondrijo, pues este ser me va a terminar comprometiendo y, además, dada su pequeña estatura no voy a ser capaz de localizar a Salank. Miro a mi alrededor y veo que hay muchas gentes, todas en fila, como un ejército, con pantalón rojo de letras blancas y en los pechos el león que persigue a la manzana. Busco al más alto de cuantos están a mi alrededor y salgo por la boca babeante del perro.

3
De nuevo se repite el proceso de parafilización. Siento el consabido desgarramiento interior, como si metieran mi alma en un tubo; noto la alargadura infinita de mi ente astral; me convierto en hilo cósmico y penetro por el oído de aquel ser vestido de blanco y rojo que escancia sidra desde una botella a un vaso. Nadie, en el jolgorio, se percata del tránsito.
El nuevo habitáculo es otra cosa, ¡menuda diferencia! Aquí las cavidades parecen amplias y aterciopeladas. Pongo en funcionamiento mi fluorescencia ocular y veo los contornos de las vísceras: un corazón que late pausado, con gran personalidad, un estómago chiquito, los pulmones oscilantes, rítmicos, sin mácula, el páncreas verdecito que parece un pimiento limpio que espera lo muerdan, los músculos alargados, sin pizca de grasa, haciendo su trabajo en magnífica sintonía con el hueserío, el más blanco que haya visto jamás. Miro más hacia abajo y me percato de que mi hospedador es hembra y que no pasará de los veinticuatro años. Curiosos estos humanos, seres atrasados que sólo disponen de dos sexos. Nosotros, tras una evolución mucho más rica que la de ellos, hemos llegado a cinco, sin contar los hermafroditas.
Asciendo hasta el rostro y me asomo a unos ojos de iris castaño, amplios, redondos, grandes; suben y bajan dos haces de pestañas que hacen mi visión un tanto entrecortada hasta que logro adaptarme. «¡Venga, chicuca! ¡Echa un culín!», oigo que interpelan a la propietaria de mi cuerpo. «¡Marchando!», responde ella con voz campanillera. «¡Vais a ver qué estilo el de una servidora, aunque sea de León!», añade.
Frente a nosotros, cientos de personas, miles quizás, que con vasos en las manos se arremolinan en el mostrador. A derecha e izquierda, los esforzados organizadores blanquirrojos, botellas en ristre, abastecen de líquido al público sediento. Escucho voces por doquier: «¡Qué rica!» «¿De dónde es esta sidra?» «¿Asturiana?» «¡Venga otro culete!» «¡Bota beste bat!» «¡Muy buena!» «¡Cojonuda!» «¡Oso ondo!» «I’love it!». Y la joven venga a echar culines. Subí hacia el brazo que sostenía la botella y comprobé que tenía excelente pulso.
Por megafonía seguía aquella voz de cascajo: «¡Pedazo de fiesta! ¡De Santoña las anchoas, el buen turrón de Alicante, de Novales los limones y la sidra, pues de Escalante!» Ya entiendo, es una rima, una estrofa para ponderar la sidra del pueblo comparándola con otros productos de calidad. El locutor debe de ser poeta o algo así.
Pero, ni rastro de mi compañero Salank. Al fondo unas niñas vestidas de rojo y blanco, por lo que también deben de pertenecer a este ejército, danzan con palos al ritmo de una flauta y una caja tamboril que dicen: «Tiruriruriru, tiruriruriru….». Me encuentro muy cómodo en el cuerpo de esta sidrera, pero no puedo seguir aquí. A la imaginación llegan en tropel los dolores de la desmembración atómica que espera a mis moléculas en el supuesto de que fracase y vuelva sin mi amigo. El tiempo pasa; debo darme prisa.

4
Otra vez el tránsito, el alargamiento, el dolor. Miro a la chica mientras me alejo parafilizado a través de su oreja. «¡Caramba! ¡También es guapa por fuera!»
Caigo, penetro por un conducto que parece una fosa nasal. El interior también es amplio, aunque peor dispuesto; un hígado en buen estado, pero tantico agrullerado; los pulmones bien, el corazón bueno pero inquieto.
Este tipo es muy grande y su sexo el masculino, lo noto en una ligera oscilación pendular disarmónica de las extremidades; prefiero no mirar hacia abajo. «Por parte del Ayuntamiento no hay ningún problema», oigo que dice mi anfitrión. Me asomo a sus ojillos; tiene vista de águila. A su lado hay varios señores con caras raras, pelín tiesos. «Pues sí, hombre», le dice uno de estos. «Tenéis una fiesta magnífica que es necesario potenciar; nosotros haremos todo lo posible desde nuestra Consejería». «Por parte del Ayuntamiento nada hay que oponer», responde él.
Reviso los datos de mi memoria cósmica incorporada y llego a la conclusión de que estoy en el cuerpo del Alcalde de Escalante y que los interlocutores son políticos. Subo hasta el cerebro para ver sus pensamientos y me alarmo pues, balanceándose en una neurona contemplo un destello, una idea que dice así: «¡Qué tíos más petardos! ¡Yo lo que quiero es escanciar unos culines! ¡Además, estoy deshidratado! ¡Que me las piro, tú!» No me interesa volver al ejército disciplinado de escanciadores, cosa que sucederá si sigo dentro del Alcalde; debo continuar la búsqueda de Salank entre el gentío.

5
«¡Oye, Pedro!», escucho decir con voz plana, metálica, a uno chiquitín que tira del pantalón a mi anfitrión, «¿dónde coño está el camión del Ayuntamiento? ¡Tenemos que ir a por más hielo, pero ya!». «¡Disculpen señores!», dice el alcalde a los políticos. «Por parte del Ayuntamiento no hay problema alguno, pero yo tengo que atender los negocios de este corral».
Marchan los dos, yo salgo del Alcalde y penetro en el otro. Según mis datos es el Presidente de la Pomológica, la organización responsable de la fiesta; seguro que tiene gran información en el cerebro. Tras el consabido y doloroso estiramiento, penetro en el cuerpo del chiquito. ¡Maldición! Aquí no hay quien esté, es todo diminuto. ¡Madre Cósmica! ¡Qué hígado! ¡Y cómo se mueve este corazón; parece un asteroide centrifugado! ¡Este tío no para! ¡Qué mareo! Debo salir de tamaña madriguera para comadrejas.

6
¡Por fin fuera! Me parafilizo a conciencia. Estiro mi éter, subo y subo, veo la tierra desde arriba, azul, redondita; bajo de nuevo a Escalante. ¡Caramba! ¡Qué velocidad de caída! Los Picos de Europa, la costa, El Buciero, Monte Hano, la Villa, gente, gente, gente. ¡Que me estrello! ¡Voy hacia el speaker! Tiene barba recortadita y gafas, es un tanto echado para adelante, con la cabeza angulada. ¡No puedo parar! He sido un imprudente al astralizar tanto mi cuerpo, pero precisaba estirarme tras las pasadas estrechuras. Espero entrar por su boca. «¡Pedazo de fiesta! ¡Pedazo de fiesta!», dice el individuo alargando las aes. Se produce la temida colisión. Golpetazo, me cuelo por sus fauces. No ha pasado nada, sólo que el hombre se atraganta, tose. ¡Madre Cósmica! ¡Santo revoltijo de vísceras!
Como el tipo está sobre el estrado, no pierdo el tiempo, subo hasta sus ojos y miro por si localizo a Salank. Desde esa plataforma no creo que tenga problemas para verlo, su halo auroral lo delatará por mucho que se esconda. ¡Pero, qué mala pata! ¡Este personaje está cegato! ¡No veo un peñazo! Además es un pesado con esa voz zumbona repitiendo el nombre de todas las sidras de la feria.
Pese a las grandes dificultades, asomándome y saliéndome casi por los ojos de aquel hombre, de aquel speaker, veo entre la multitud el esperado halo verdiblanco de mi amigo. Subo al cerebro del locutor y le insuflo una idea que se ve obligado a repetir: «Se ruega al extraterrestre Salank, se pase por megafonía, pues hay alguien que lo busca». Lo repite varias veces y, por fin, se produce el milagro. ¡Voy a triunfar en mi misión!
De entre la multitud destaca un extraño ser que se acerca a la tarima. Sus movimientos son lentos. Tiene una gran nariz, ojos hundidos, gafotas arcaicas y, sobre la frente, un casco vikingo de colores. En nada recuerda a Salank, pero el halo inconfundible que oscila entre los cuernos de su casco lo delatan. En aquel cuerpo, sin duda, está mi amigo. «¿Quién es ese?», le pregunto al locutor. «¡Es Pepe!», me contesta; es decir, se contesta a sí mismo. «¡Pues tiene a mi compañero extraterrestre dentro!» «Me lo creo», responde sorprendido de lo extraño de sus pensamientos.

7
Salgo espiritado hacia allá. Penetro en el tal Pepe sin contemplaciones. El hombre se tambalea. El casco está a punto de caérsele. Una vez en su interior, quedo cegado por una luz verde fosforescente. Cuando logro adaptarme miro hacia abajo y, para mi regocijo, veo a mi amigo Salank sentado sobre la arteria aorta de Pepe. Nos abrazamos. Él está como siempre, hecho todo un haz luminoso. No lo podemos remediar, nos sentimos atraídos y hacemos el amor, nadando entre la sidra estomacal del hospedador.
Este se siente mal, le suben regüeldos a la boca, pone los ojos en blanco. Es comprensible, no parece habitual que dos extraterrestres se dediquen a hacer el amor en el estómago de uno, pero la gente de su alrededor no parece darle demasiada importancia a sus convulsiones. Por fin, extenuados, descansamos entre el mullido, aunque un tanto agujereado, hígado de este tipo que nos cae ya muy bien.
Desde el cerebro de Pepe nos llega una lluvia suave de profundas reflexiones filosóficas pues, según mi base de datos, se trata del filósofo del pueblo: «La sociabilidad de los márgenes depende de los caudales», dice una de sus ideas. «Me aburro, tengo delante a mi Dios y a un esqueje de los pioneros del rock», proclama otra. «La metamorfosis de los pensamientos es directamente proporcional al estado de los cerebros y/o a la inversa; además, hubo una vez una becada no obsoleta que, por lo menos, nunca dijo no».
Sorprendentes estas concepciones que no cesan de fluir de la mente de Pepe como un agua mansa: «El rock and roll no tiene fin». «El concepto sigue siendo el mismo: la luna está arriba y la tierra debajo». «Me encantan las epidemias llenas de sueños de amor y rock and roll».
No entiendo una papa de todo lo anterior, pero mi amigo Salank, que lleva años analizando tales flujos mentales, asegura que se trata de un filósofo existencialista, de la escuela de Woody Allen con un toque de Moncho Borrajo, Quevedo redivivo. Parece ser, por el contexto que es un amante del Rock and Roll, una piedra que rueda, quizás una especie de secta cercana a la Masonería o al Opus.
Un movimiento brusco de nuestro amable vehículo hace que salgamos de la modorra postcoital. Pepe acaba de trastabillar y ha estado a punto de romperse los cuernos. Nos asomamos a sendos ojos y vemos que ha llegado hasta un lugar cercano donde un disciplinado ejército de gentes serias y hacendosas se mueve con aire marcial.
Nos informan nuestras bases de datos que se trata de los descendientes directos de las tropas romanas que invadieron Cantabria, la Legio Séptima Macedónica, acampada en la zona de Iulióbriga, en un lugar llamado hoy Reinosa. Están encargados de elaborar una comida extraña en ollas ferroviarias que permanecen alineadas en el suelo, sobre unos fogones de leña.
La centuriona, interpela a Pepe. «¿Ondi va usté? ¿No ve que aún no es la hora?». «Vengo por donde vengo y me voy por donde me voy, porque si no hay comunicación entre humanos…», responde él, pero, antes de que el buen filósofo desarrolle su tesis, Salank me avisa de que faltan cinco minutos para las quince horas.

8
Las carnes se me abren pensando en la desatomización que me espera si fracaso y me arrepiento de haberme dejado llevar por mis impulsos amorosos neutralizadores de la conciencia y reblandecedores de la base central del cosmocipucio. Por fortuna, mi compañero está más listo que yo, pues no parece dispuesto a pasar otros cuarenta años en esta tierra, pese a la comodidad que supone el cuerpo de Pepe, prisión al fin y al cabo.
Me toma de la mano, emite un pensamiento que queda grabado en el cerebro de nuestro hospedero para que lo rumie durante el resto de su vida y pueda entretenerse en desentrañarle el intríngulis, que no lo adivinaría ni el mismísimo Aristóteles: «La razón de la sinrazón que a mí razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura», y salimos por la niña de los ojos de Pepe.
Los reinosanos se asombran al ver cómo el buen hombre se tambalea, su rostro parece iluminarse y sus ojos se disparan, ruedan por el suelo y vuelven a la posición normal, en las cuencas, como el mecanismo de un yoyó. Todos rodean a Pepe, que se ha desmayado por la impresión; nadie se percata de nuestra huída.
Aprovechamos el desconcierto general y nos introducimos en una de las marmitas, la más exterior. Está templada, a unos ciento veinte grados centígrados, y la carne aún algo tiesa. Por fortuna, mi amigo es experto componedor de integrantes aerodinámicos y, con un poco de ternilla por aquí, un pedazo de hueso, cierta energía grasienta flotante y la albúmina de las patatas por allá, monta un dispositivo de despegue.
Faltan tres minutos para que nuestra nave se ponga en funcionamiento. Me siento muy angustiado, mas confío en mi amor, en Salank, el mejor ingeniero cósmico de Lambros. La olla-nave que nos llevará hasta la cantera de Monte Hano despega con discreción, autopropulsada y sólo el perrito borracho se percata de su huída.
Ya en el aire, lanzo una última ojeada a aquella Fiesta de la Sidra de Escalante, que me ha dejado tan sorprendido. Aprieto el botón lobular de grabación acelerada para tomar nota de todo y poder explicárselo bien al Consejo de Ancianos. Abajo quedan las gallegas de Chantada bailando al despepite, poco más allá los bretones Monique y Daniel recibiendo las alabanzas a su caldo de todos los parroquianos; junto a un puesto en que pone Odeca, unas gentes con camiseta morada provenientes de La Mudrera; al lado del templete, otros que la llevan amarilla llegados de Villaviciosa; aquí vascos de Usurbil, allá madrileños, acullá riojanos; y tras los mostradores los escanciadores escalantinos que, como un nutrido ejército de vendedores de pizza, se mueven armónicos con las botellas al aire; en mitad del barullo unos gaiteros esforzados; preparando los trebejes musicales, los músicos Castos; a su lado un grupo de rusas que no lo son tanto. En fin, ¡pedazo fiesta!, como dice el locutor. ¡Pedazo fiesta!
Ya en la nave, en el último minuto, camino de nuestra casa, a la vista del planeta azul al fondo, le anuncio a Salank que tengo intención de proponer al Consejo la declaración de la Fiesta de la Sidra de Escalante como bien de Interés Turístico Cósmico. Mi amigo asiente, recuerda el buen sabor de la sidra en el estómago de Pepe y, por asociación de ideas, me hace el amor de nuevo. La nave, con el automático puesto, nos lleva de vuelta a nuestro querido planeta Lambros.

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